A sus 60 años, Ana se sentó frente a mí con las manos entrelazadas, su mirada reflejaba una mezcla de temor, vergüenza y esperanza. "Ojalá alguien me hubiera hablado de esto cuando era niña", dijo con asombro y una sonrisa nerviosa. Durante su infancia, las emociones no tenían cabida en su hogar. Hablar de tristeza era un signo de debilidad, expresar enojo estaba prohibido y el miedo debía ser tragado en silencio. Pasaron los años y con ellos, las emociones reprimidas se convirtieron en sombras que la acompañaban en cada etapa de su vida. Frustración, culpa, inseguridad… se manifestaban en su matrimonio, en su trabajo, en su forma de verse a sí misma. "Me acostumbré a ponerme en último lugar para que otros estuvieran bien", me dijo con una mirada perdida hacia el suelo.

Como Ana, muchas personas han crecido en entornos donde la salud mental nunca fue tema de conversación. En generaciones pasadas, la prioridad era la supervivencia y el cumplimiento de normas rígidas que no dejaban espacio para el mundo interno de cada persona. "No llores", "Aguántese", "No es para tanto", "Los hombres no sienten", "Las niñas deben ser fuertes", fueron frases comunes que construyeron una cultura de silencio y tortura emocional.

Sin embargo, ese silencio tuvo un precio. La ansiedad, la depresión, el miedo a expresarse y el sentimiento de inferioridad se instalaron en la adultez, afectando relaciones de pareja, amistades, decisiones laborales y la percepción personal. Muchas de estas personas pasaron años sintiéndose perdidas, llevando consigo culpas y heridas invisibles, hasta que, en algún punto, encontraron la oportunidad de sanar a través de la terapia psicológica.

La terapia ha sido para muchos una revelación tardía, pero nunca demasiado tarde. Iniciar un proceso terapéutico a los 43, 57, 60 u 84 años es redescubrirse, reescribir la historia desde una nueva perspectiva. Es entender que la infancia no definió el destino y que aún es posible aprender a vivir de otra manera. Es abrirse a la libertad de sentir, de decidir y de priorizarse.

El poder de la salud mental radica en eso: en dar segundas oportunidades, en permitir que las personas se conozcan realmente, se reconozcan sin miedo y encuentren la paz que por décadas han buscado. El conocimiento sobre emociones no debería ser un privilegio de la adultez, sino una herramienta desde la niñez. Si normalizamos hablar de salud mental desde pequeños, evitaremos generaciones enteras cargando con lo que no dijeron, lo que no expresaron, lo que no sanaron.

Hoy, Ana sonríe con una paz que antes desconocía. "Ahora sé que no era tarde, simplemente no había tenido la oportunidad", me dice un día en la terapia, después de haber puesto en práctica estrategias para combatir todo aquello que por décadas secuestraron su corazón. Su historia, como la de muchos otros, nos recuerda que sanar es un camino posible en cualquier momento de la vida, siempre que nos atrevamos a dar el primer paso: "ir a terapia"

Para mí, como psicóloga, estas experiencias son una fuente inagotable de satisfacción y motivación. Ver el cambio en quienes deciden sanar refuerza mi compromiso con la educación emocional y la psicoeducación. Me impulsa a seguir promoviendo espacios donde el conocimiento sobre la salud mental sea accesible para todos, porque cada historia de transformación confirma que nunca es tarde para vivir en plenitud.